Para Mamá
Desde la ventana de mi oficina veo una antena a lo lejos.
No es la torre Eiffel pero su figura se asemeja. Hoy tengo uno de esos días en
los que cualquier lugar sería mejor que el escritorio de mi oficina. El sol
está radiante y ya hay olor a primavera. Fantaseo con la idea de una oficina en
un punto neurálgico de París en donde lo que vea sea la verdadera torre y no una
copia de la misma.
Recuerdo cuando estuve en aquella ciudad
por primera vez. Íbamos caminando con mi compañero de aquel momento. La idea no
era, justamente, ir a la Torre, pero la caminata se extendió. El día había
arrancado alrededor de las siete con un desayuno en Le Pure café, en una
insistencia mía de revivir aquellas películas que había consumido antes del
viaje. El café con leche tenía dibujada una carita con una gran sonrisa, como
si nos estuviera dando la bienvenida. Recuerdo el calor de un invierno que se
iba y una primavera que se asomaba, parecido a Buenos Aires en estos días. Los
cuervos en las calles, como si alguien los hubiera puesto estratégicamente ahí,
completaba el paisaje que durante meses había soñado.
Después del desayuno fuimos al cementerio
Pére Lachaise. Hicimos el recorrido obligatorio: Jim Morrison, Édith Piaf,
Oscar Wilde, Chopin, Comte, Balzac, Bourdieu, Abelardo y Eloisa, entre otros.
Recuerdo que desde su gigante parque, por primera vez, ví la torre. Era
hermosa. Aunque todavía lejana.
La necesidad inaudita de descubrir París
nos llevó al Arco del Triunfo. Hoy lo pienso y tomo consciencia de cuanto se
camina en los viajes. Caminar las ciudades es una forma de descubrirlas sin el
miedo cotidiano de perderse porque se tiene la certeza de estar en un lugar
donde nunca antes se ha estado. Y, por lo tanto, no hay certidumbre de estar
perdido.
El Arco era majestuoso. Nuevamente la
vista permitía mirar la ciudad en toda su extensión. El viento cuartaba mi
piel. Recuerdo llevar unas calzas bordó y una remera de The Doors, reflejo de
que no había dejado mi vestuario al azar. Todo era como lo había leído, mi
sonrisa era gigante y no dejaba de marcarse en mi cara.
El almuerzo no fue menos exótico. Como en
ese momento ninguno hablaba francés, en inglés le preguntamos al mozo sobre un
plato que nos llamó la atención. Debido a que el inglés de él era peor que el
nuestro no logramos entendernos, pero como el menú era barato decidimos pedirlo
igual. Para nuestra sorpresa, minutos después, teníamos sobre la mesa una
bandeja de caracoles. Los cuales comí gustosamente.
Seguimos camino a Notre Dame. Una señora
me llamó la atención porque tenía de mascotas a conejos, como si fueran
pequeños perros que paseaba con una correa. Simulé la posición de Esmeralda,
como en el Jorobado de Notre Dame tocando una pandereta, para la foto. De ahí
nos desviamos a las Galerías Lafayette y, no sé cómo, de un giro la torre
comenzó aparecer. Estaba comiendo un panqueque gigante, o al menos eso parecía,
con mucho nutella y crema. Era hermosa, igual al fondo de pantalla que había
mirado todo el año mientras buscaba algún incentivo para ir a trabajar a diario.
No había plan, sólo el deseo mío y de mi
compañero de recorrer la ciudad. Todo fue apareciendo de a poco. La tarde
comenzó a caer por lo que pudimos ver el sol entrando por cada ranura de la
estructura, hasta que la noche nos abrazo y las luces de la torre se
prendieron.
Cuando consideramos apropiado comenzamos a
realizar la fila para subir. Lo hicimos por escaleras, el viento era más bravo
a medida que avanzábamos pero la experiencia era única por lo que lo
valía.
París me regalaba su esplendor, recordaba
párrafos de Rayuela, melodías de Edith Piaf o el "gorrión de Paris"
(como la llamaba mi mamá), las charlas que no vivencié de Sastre y Simone de
Beauvoir en el Café De Flore como si fuera un personaje más de "Los misterios de París".
En ese momento, el más sublime como real
de mi vida, me di cuenta que todo lo que se sueña se cumple. No importa lo
lejano que se crea estar de concretar un deseo porque si hay convicción, las
cosas suceden. Nunca creí ir a Paris y sin embargo fui porque de chica lo había
soñado. Hoy imagino una oficina allá, mi francés no es el mejor, pero no
importa. Hoy sigo mirando por mi ventana y me ilusiono con mi versión
latinoamericana de la torre mientras un compañero me pasa un mate. Estoy acá
pero pronto estaré allá, mientras tanto trazo las rutas de un nuevo recorrido
en búsqueda de una nueva ciudad para caminar.
Semilla GALActica
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