domingo, 27 de septiembre de 2015

Correr por el solo hecho de correr


Llevo más de 48 horas sin dormir. Primero, porque fui a visitar a mi familia; y segundo, porque tenía que hacer un parcial que debía entregar el miércoles antes de las 23:59 y terminé entregando el jueves a las 06:00.
Mis últimas horas fueron leyendo en variadas posiciones y lugares, escribiendo en la computadora y tomando litros de café que acompañaba con unas tristes pasas de uva. Cuando finalmente realicé la última leída del texto y decido enviarlo a la profesora, el sonido liquidante del despertador anuncia que las horas de sueño finalizaron y que un nuevo día comenzaba.
En ese mismo instante, en el que me levanto del que ha sido mi lugar para apagar la alarma, me doy cuenta que ya es en vano dormir. Sin embargo, en un acto de total resistencia al sentido del tiempo, me acuesto, me enrosco en las frazadas y me duermo.
Nuevamente el teléfono empieza a sonar. En este caso es mi hermana y mi amiga para recordarme que el día arranca y que tengo que ir a trabajar. Salgo de la cama como si hubiese dormido una estación entera y me dispongo a bañarme. El primer desajuste entre cuerpo y espacio se da al intentar agarrar el shampoo. Al extender la mano para tomar el frasco, el pote se resbala y cae dejando circular una porción importante del líquido sobre la bañadera. Mientras el calor de las gotas en la espalda reactivan mis sentidos, veo como una línea de espuma y agua se retira a lo que será su destino: una cañería vieja y probablemente repleta de cucarachas.
Me miró intensamente en el espejo, como intentando arreglar algo. Alguna vez, un amigo me recordó de la importancia del encuentro del ser con su otro yo en el espejo. Veo las marcas de una noche larga y de veintisiete años que amenazan con llevarse los rasgos frescos que hasta el momento conservo.
Me visto, no pienso mucho que ponerme, sé que hace frió y probablemente siga lloviendo todo el día. No me peino, cualquier esfuerzo en mejorar el frizz tendrá escasos resultados. Agarró la mochila, aviso a los encargados de despertarme que ya emprendí el viaje a la oficina y que probablemente los meses próximos siga necesitando de su ayuda para despertarme, al menos si sigo con el mismo empeño de recibirme.
Camino por Laprida hasta que llego a Las Heras y descubro que mis dos colectivos (41 y 118) están en sus respectivas paradas. Nuevamente la sensación de que no va a ser un día  fácil se apodera de mi conciencia. Comienzo a correr con la certeza de que si no lo hago llego tarde, algo que ya sucedió toda la semana. En ese instante,  mi cuerpo reacciona ante una vereda mojada y su posible amenaza de caída. Fito Paez canta en mis auriculares "Y a lo mejor te pegas un porrazo y seguís, y a lo mejor hoy el golpazo no me toca a mí", como una señal de que algo podía pasar si no estaba atenta. En Buenos Aires siempre tenemos que estar atentos porque de lo contrario la masa te aplasta o la ciudad te engaña.
Llego a la esquina y visualizo el semáforo en rojo. Con la certeza de saber que el colectivo ya no se irá subo segura. Viajo parada, la zona de once está levemente descongestinada. Hace frío, veo como por el cielo recorren inmensas nubes grises. Y es ahí, en un colectivo repleto de olores y de gente que al igual que yo llega tarde, en donde me percato de mi insignificante existencia en ese lugar y de que he pasado los últimos ocho años de mi vida corriendo: corriendo un colectivo, corriendo para entregar un parcial, para estudiar o para llegar a horario a trabajar.
En una suerte de satori que me sacude por la espalda, caigo en la cuenta de voy corriendo una maratón sin punto de llegada. Fue como si me hubiese detenido y notado de que nadie me persigue, nadie me acompaña, la carrera que llevo adelante la hago sola. Entonces me pregunto: ¿existe sentido de una carrera sin un par, sin alguien que me persiga, que quiera lo mismo que yo?. Habré llegado a un punto de inflexión en mi recorrido en donde la individualidad en la que me encuentro ya no me basta. ¿Estoy preparada para compartir? ¿o simplemente será momento de abandonar el camino por un instante y detenerse al costado a observar qué sucede?.
No lo sé y seguramente no lo sepa hasta que decida detenerme totalmente y compruebe, desde un costado más tranquilo, lo que realmente sucede. Mientras tanto me reconforto al ver como dos amigos se aman, a mis sobrinas jugando a la pelota, la noticia de un casamiento o el simple regalo de un chocolate.

Semilla GALActica


miércoles, 9 de septiembre de 2015

Ser un troll no era el plan...


Hay personas con suerte: lindas, altas, con cutis envidiable, con novios envidiables; y hay personas que son simples mortales. Como yo. A las que les pasan, habitualmente, cosas inoportunas.
Suelo ser esa clase de chica, por ejemplo, que tarda medio día en acomodar su pelo para ir a una cita y que cuando está camino al encuentro del nuevo Romeo la lluvia aparece en escena. Al estilo del personaje malvado de telenovela mexicana: me moja y me hace llegar al punto de encuentro con un estilo punk poco deseable de volver a ver.
Eso no es todo, soy del tipo de chica que estornuda y por mas que realice distintas maniobras para tratar de sacar todo los restos de mi mucosa siempre algo queda rezagado.
Pero sin duda, una de las cosas más desesperantes que me pasó fue cuando tenía entre ocho o nueve años, antes de tomar la comunión (tal vez era más grande). Todo había empezado días antes cuando jugando con mi sobrino habíamos decidido cortarnos el pelo con una máquina de afeitar. Claro que a quien le cortaban era a mi. El corte fue en la zona del flequillo porque quería parecerme a uno de los personajes de Chiquititas. Empezamos por el medio y después seguimos por los costados, lo que le dio un efecto poco común. Nada prolijo o derecho. Para colmo de todos los males mi pelo era muy enrulado en esa zona, por lo que recreaba un efecto muy de muñeco Troll.
En cuanto mi mamá me vio preguntó, con ojos desorbitados, qué había hecho. No recuerdo qué respondí. Seguro culpé a mi sobrino. Recientemente había descubierto que esa era una forma rápida para salir de los problemas que me aquejaban por aquél entonces.
La mala elección del corte no quedó sólo en la vergüenza familiar- mis hermanas y cuñados me cargaban y era blanco de chistes- sino que se trasladó a la escuela.
En esos días el cura del pueblo había pedido expresamente ir a misa con alguno de los padres y la vela del bautismo. Por suerte mamá había guardado dicho artefacto graso, junto con otros recuerdos de mis primeros años. Entre esta extraña colección (que supongo entenderé cuando tengo mi propio hijo y realice los mismos actos de encajonar recuerdos) se encontraban dientes que el ratón Pérez supuestamente se había llevado, mi primer rulo, el plástico que habían usado para cortar mi cordón umbilical y alguna que otra cosa sin sentido.
Lo cierto es que ese domingo tempranito salimos con mamá camino a la iglesia a escuchar todas las recomendaciones que el cura iba a darnos para emprender este nuevo compromiso.
Una vez en la iglesia, el párroco dio la orden de encender las velas. Recuerdo pelear a regañadientes con mamá para poder sostener la vela, pero de repente todo se iba a ir al carajo y el flequillo iba a ser sólo un recuerdo.
Le quité la vela a mamá y la mire enojada, como diciendo "¿no entendes que voy a tomar un compromiso con el mismísimo Dios por lo que puedo sostener una vela, MI VELA?". Pero la verdad era que tal vez mamá debería haber seguido sosteniendo el objeto blanco con llama despiadada.
Una vez en mis manos comencé a seguir con tanto entusiasmo lo que el cura tenía para decirme de Dios y Jesús, que olvidé lo peligroso que podía ser tener sostener un elemento con fuego en su punta. El primer gesto fue de mirar hacia al costado y arriba, que era justo la dirección donde estaba mi mamá. Mis ojitos intentaban decirle "estás oliendo raro, como yo". Pero mamá estaba tan comprometida con Dios, como yo,  que no me miro.
Sin respuestas, decidí enderezar la mirada. En milésimas de segundos una mano estaba dándome golpes en la cabeza y frente. Y si: llevar la vela, encenderla y tenerla en mi mano había sido un plan peor que el de cortar el pelo con una máquina de afeitar. La mano intentaba apagar el leve fuego que se había iniciado en mi frente. El flequillo estaba ardiendo.
Por suerte mamá había reaccionado a tiempo y se había percatado de que el olor, era a pelo en llamas, y para pena de ella, la que se quemaba era su hija. No sé qué hicimos después, lo que hayamos hecho quedó en mi inconsciente. Supongo que nos fuimos porque si bien el fuego se había extinguido el olor no era posible de disimular.
En fin, he sido la protagonistas de muchos eventos desafortunados. Como estar jugando con una semilla, meterla en el oído y tener que llamar llorando a una de mis hermanas a las doce de la noche, la cual, por suerte mía, pudo sacarla con una pinza de depilar; salir con un chico y que mi pantalón se rompa de punta a punta en la zona de la cola y me deje a bombacha pelada; o la vez que fui a la escuela en bici, volví caminando y me percaté de su ausencia recién al otro día al llegar a la escuela y verla afuera. Cosas que hacen a mi personalidad y sin las cuales seguro sería un poco bastante más aburrida.

Semilla GALActica

jueves, 3 de septiembre de 2015

Las cosas suceden


Para Mamá

Desde la ventana de mi oficina veo una antena a lo lejos. No es la torre Eiffel pero su figura se asemeja. Hoy tengo uno de esos días en los que cualquier lugar sería mejor que el escritorio de mi oficina. El sol está radiante y ya hay olor a primavera. Fantaseo con la idea de una oficina en un punto neurálgico de París en donde lo que vea sea la verdadera torre y no una copia  de la misma.
Recuerdo cuando estuve en aquella ciudad por primera vez. Íbamos caminando con mi compañero de aquel momento. La idea no era, justamente, ir a la Torre, pero la caminata se extendió. El día había arrancado alrededor de las siete con un desayuno en Le Pure café, en una insistencia mía de revivir aquellas películas que había consumido antes del viaje. El café con leche tenía dibujada una carita con una gran sonrisa, como si nos estuviera dando la bienvenida. Recuerdo el calor de un invierno que se iba y una primavera que se asomaba, parecido a Buenos Aires en estos días. Los cuervos en las calles, como si alguien los hubiera puesto estratégicamente ahí, completaba el paisaje que durante meses había soñado.
Después del desayuno fuimos al cementerio Pére Lachaise. Hicimos el recorrido obligatorio: Jim Morrison, Édith Piaf, Oscar Wilde, Chopin, Comte, Balzac, Bourdieu, Abelardo y Eloisa, entre otros. Recuerdo que desde su gigante parque, por primera vez, ví la torre. Era hermosa. Aunque todavía lejana. 
La necesidad inaudita de descubrir París nos llevó al Arco del Triunfo. Hoy lo pienso y tomo consciencia de cuanto se camina en los viajes. Caminar las ciudades es una forma de descubrirlas sin el miedo cotidiano de perderse porque se tiene la certeza de estar en un lugar donde nunca antes se ha estado. Y, por lo tanto, no hay certidumbre de estar perdido. 
El Arco era majestuoso. Nuevamente la vista permitía mirar la ciudad en toda su extensión. El viento cuartaba mi piel. Recuerdo llevar unas calzas bordó y una remera de The Doors, reflejo de que no había dejado mi vestuario al azar. Todo era como lo había leído, mi sonrisa era gigante y no dejaba de marcarse en mi cara.
El almuerzo no fue menos exótico. Como en ese momento ninguno hablaba francés, en inglés le preguntamos al mozo sobre un plato que nos llamó la atención. Debido a que el inglés de él era peor que el nuestro no logramos entendernos, pero como el menú era barato decidimos pedirlo igual. Para nuestra sorpresa, minutos después, teníamos sobre la mesa una bandeja de caracoles. Los cuales comí gustosamente.
Seguimos camino a Notre Dame. Una señora me llamó la atención porque tenía de mascotas a conejos, como si fueran pequeños perros que paseaba con una correa. Simulé la posición de Esmeralda, como en el Jorobado de Notre Dame tocando una pandereta, para la foto. De ahí nos desviamos a las Galerías Lafayette y, no sé cómo, de un giro la torre comenzó aparecer. Estaba comiendo un panqueque gigante, o al menos eso parecía, con mucho nutella y crema. Era hermosa, igual al fondo de pantalla que había mirado todo el año mientras buscaba algún incentivo para ir a trabajar a diario.
No había plan, sólo el deseo mío y de mi compañero de recorrer la ciudad. Todo fue apareciendo de a poco. La tarde comenzó a caer por lo que pudimos ver el sol entrando por cada ranura de la estructura, hasta que la noche nos abrazo y las luces de la torre se prendieron. 
Cuando consideramos apropiado comenzamos a realizar la fila para subir. Lo hicimos por escaleras, el viento era más bravo a medida que avanzábamos pero la experiencia era única por lo que lo valía. 
París me regalaba su esplendor, recordaba párrafos de Rayuela, melodías de Edith Piaf o el "gorrión de Paris" (como la llamaba mi mamá), las charlas que no vivencié de Sastre y Simone de Beauvoir en el Café De Flore como si fuera un personaje más de "Los misterios de París".
En ese momento, el más sublime como real de mi vida, me di cuenta que todo lo que se sueña se cumple. No importa lo lejano que se crea estar de concretar un deseo porque si hay convicción, las cosas suceden. Nunca creí ir a Paris y sin embargo fui porque de chica lo había soñado. Hoy imagino una oficina allá, mi francés no es el mejor, pero no importa. Hoy sigo mirando por mi ventana y me ilusiono con mi versión latinoamericana de la torre mientras un compañero me pasa un mate. Estoy acá pero pronto estaré allá, mientras tanto trazo las rutas de un nuevo recorrido en búsqueda de una nueva ciudad para caminar.


Semilla GALActica