Vuelvo caminando por Scalabrini desde “El Imaginario”. Salí con unas amigas a tomar algo y escuchar un poco de blues. Era una de esas noches en las que suelo necesitar olvidarme un poco de mi, de la rutina y hasta de mi existencia.
Me acompañan a tomar el colectivo mientras hablamos de las cosas que le compraríamos a nuestros hijos algún día, si es que llegan. Me despido con un chau rápido en cuanto veo las luces que dibujan un 110.
Me subo, le pido al colectivero que me marque hasta Las Heras y Pueyrredón. Camino hacia el fondo y me siento en el anteúltimo lugar. Apoyo mi cabeza en el vidrio y empiezo a escuchar. Escucho los ruidos del colectivo, de la calle y de los pasajeros.
La pareja que viaja detrás está hablando de cómo la mamá de ella escupía pibes al parir. Sí, así como lo escribo. Al sentir como el flamante novio de esa parejita que no veía pero que escuchaba e imaginaba como jóvenes, empezaba a reír, me reí con ellos. Les robaba un momento y me volvía parte de esas risas.
A mi costado viajaba un chico, era lindo, como de mi edad. Él iba con su celular aprendiendo alemán por medio de duolingo. Al reconocer el sonido de la aplicación no pude evitar recordar a alguien que ya no quiero recordar.
El pibe bajó cerca de Santa fe y me concentré en la chica que estaba delante mio. Era rubia, algo me gustaba. Me quedé contemplando su espalda hasta que se movió y pude ver su hombro y que leía Saramago. Si algo en ella me había interesado, con eso me atrapó.
Al llegar a Las Heras mi musa rubia bajó abrazada a "El viaje del elefante". Pude ver que era flaca, muy flaca, tanto que no pude evitar pensar que, si me le tiraba, la podía aplastar.
Y en ese momento, aparecieron ellos. Dos viejos en el primer asiento. Ella parecía más grande que él y como si alguna enfermedad mental se hubiera apoderado de su último suspiro de consciencia. Era un ella sin el recuerdo de ella misma, sin un pasado que recordar.
Llego a mi parada. Toco timbre, o eso creo, la verdad es que ya no me acuerdo. Sé que puse un pie en la calle y mi teléfono sonó. Era un mensaje que solía repetirse: No voy a ir, sos buena mina no cambies. ¿No cambies?, me pregunté. Claro que no voy a cambiar, soy esto y me encanta.
No me preocupé, como otras veces, sólo me pregunté: ¿me estás dejando?. No podía entender en qué momento habíamos estado o empezado algo como para darle el poder de dejarme.
Seguí caminando a mi casa. Ya no me pregunté por qué me dejaba, si es que lo estaba haciendo, porque me dí cuenta que mi intención es escribir, escribir a través de la experiencia, de los sentidos. Escribir desde lo que veo, siento o pienso.
En ese momento me dí cuenta que si quiero hacer de mi vida una escritura, tengo que tener historias para contar. Entonces... era eso, estaba teniendo un Satori, una revelación o simplemente tenía marihuana de más. Todas las posibilidades podían ser mi respuesta. Decidí elegir, o "creer", que para escribir tengo que pasar por todo eso, lo que me gusta, lo que no me gusta, lo que me da placer y también lo que duele. Porque para escribir necesito de historias y de personajes.
Lejos de enojarme, me sentí aliviada. Era el momento de ser como una suerte de analista, correrme del lado de los sujetos y observarlos para contarlos, escribirlos y volverlos historias, mis historias o simplemente "poner en penitencia mi paciencia para no esperarte".
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