Era un día frío, de esos en los que el viento del invierno atraviesa cada una de las ropas que llevas puestas. Había salido de mi clase de alemán y decidí pasar por la librería de mi tutor de tesis. Ese lugar siempre me había regalado la sensación de hogar que muchas veces en mi casa no encontraba. Pasaba todos los jueves a conversar con Julio, era el momento en la semana en el que podía sumergirme en todos aquellos autores que siempre me habían interesado, leerlos, cuestionarlos y aprender junto a él.
Ese jueves como todos los demás, salí de mi clase y comencé a caminar por Callao, al llegar encontré a Julio acomodando los nuevos títulos que habían entrado ese día. Estaba atrás del local, en la sección de filosofía oriental.
Nos saludamos y al verme casi congelado me invitó a tomar un café. Hablamos de las novedades publicadas esa semana y como venía mi investigación. Se suponía que pasaba para preguntarle las dudas que tenía en mi tesis, pero la verdad es que iba porque me gustaba su compañía y su paraíso.
Estaba leyendo cuando sentí el ruido de la puerta abrirse. No miré, la verdad es que nada me interesaba más que el autor que tenía en ese momento en mis manos.
Escuché como una voz de mujer pedía un autor francés y como un perfume de vainilla se apropiaba de todo el espacio. Sin embargo, eso no permitió que me distraiga de mi lectura. Julio salió del mostrador y se fue a buscar el libro que le habían pedido.
Para llegar hasta el ejemplar que estaba a punto de vender, mi tutor tenía que pasar por donde me había acomodado con mi café y mi libro. Fue entonces cuando me vi obligado a pararme y darle paso.
Ahí la vi por primera vez. Tenía la nariz roja por el frío, llevaba un saco negro y un gorro de lana con un pompón que hacía que su cara se vea entre tierna y rea a la vez. Julio volvió con el libro que le había pedido entre sus manos, preguntando si necesitaba algo más.
Tenía que hacer algo que le hiciera notar a ella mi presencia, si el pelotudo que había estado metido dentro de un libro de filosofía buscando la forma de ser el superhombre ahora quería dejar de ser invisible. Quería que esos ojos me reconozcan, que me miren, que me hable. Pero ella solo me dió la espalda y se dispuso a pagar.
No había tiempo, esa extraña mujer pronto se iría y probablemente nunca más la volvería a cruzar, tenía que lograr algo inteligente que me permitiera tener su atención. No podía hacer nada estúpido porque después de todo ella estaba comprando uno de los autores franceses más reconocidos de la sociología.
Pase por detrás de ella y dejé el libro que casi me hace perder el momento del encuentro. Lo mire a Julio que ya se había dado cuenta que algo ahí pasaba y comencé a decirle una frase del libro que ahora dejaba. Recuerdo que era una descripción de las calles de Viena en tiempo de carnavales. Julio se rió y me sugirió que leyera a Bajtin. Y en ese momento ella sin siquiera mirarme me habló por primera vez.
Me comentó, o en realidad le comentó a Julio, la concepción de lo grotesco y del carnaval que realiza Bajtin en La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento y no pude evitar enamorarme por primera vez. Sé que estas cosas no le deberían de pasar a un filósofo, menos uno especializado en Nietzche, pero estaba experimentando eso que el sentido común llama amor a primera vista.
Nuevamente me vi en la urgencia de conseguir que me mire, que me hable a mi y no a mi tutor. Entonces me acerqué al mostrador y le conté que estaba investigando sobre Nietzche, el juego de la risa y la danza. Fue en ese momento que se volvió hacia mí y con un gesto más frío que el invierno que me esperaba afuera me escribió su mail.
Desde hace tres días me pregunto si escribirle es una buena idea o si simplemente debería de quedarme con el recuerdo de esa chica misteriosa que conocí un día en la librería. Semilla GALActica