martes, 7 de junio de 2016

El recuerdo de mi hipotálamo


Los especialistas dicen que las personas  almacenamos los recuerdos en el hipotálamo y mediante la memoria sensorial los traemos al presente. Algo así como que no vamos a poder recordar exactamente qué día tomamos el primer café en Starbucks, aunque vamos a recordar su sabor u olor.
Algo similar me pasó cuando Francisco fue nombrado Papa. No sé exactamente qué día fue, pero puedo recordar que caminaba por Flores, salía de una galería en Rivadavia después de comprar un regalo de aniversario para mi ex (era el 14 de Marzo) cuando empecé a escuchar las campanas de la Iglesia San José. Ahí supe por primera vez que teníamos un Papa argentino y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Desde ese momento sé que Francisco se convirtió en referente de la iglesia católica en marzo del 2013. Aun sigo sin saber bien el día pero tengo muy presente la sensación en mi cuerpo. Lo mismo me pasó al descubrir que mi papá era Papá Noel, aunque ahí lo que mis sentidos percibieron fue angustia y decepción. En fin, siempre hay una suerte de asociación entre pasado y sentidos que nos evocan a recuerdos.
Hoy pasó algo parecido: rememorar el pasado a través de lo sensorial, a partir de algo que viví en el presente. No era un déja vu, sino algo que me llevaba a mi infancia. Creo que no debe haber momento de la vida más feliz que la infancia -a excepción de lo de Papá Noel-.
Lo cierto es que hoy llueve, en realidad hace varios días que llueve y gran parte de la población porteña está a punto de convertirse en hongo. Más allá de que estoy trabajando, o al menos eso simuló, y de que ya no me queda ropa limpia porque la mayoría está en el lavadero y el resto húmeda en mi tender, el frío y el gris del día me recordó a cuando era chica.
Todas las tardes alrededor de las cinco mi cabeza sentía el ruido liberador del timbre que anunciaba que éramos absueltos de la rigurosidad académica y podíamos ir a casa. Hoy entiendo que aquello era la primera forma de adoctrinamiento a la que me vería sometida en mi vida adulta.
El momento en que la enorme puerta de madera color roble de aquel colegio católico del interior de la provincia se abría y encontraba a mi mamá con mis ojitos, sabía que todo iba a estar bien porque mi heroína aguardaba en la vereda.  
El recorrido arrancaba por el costado de la escuela y una parada obligada, los días que no nos desviamos por un helado, era la plaza. Recuerdo a mamá con una especie de canasta que supongo usaba para hacer las compras de camino a casa en lo de Marcelino. Amaba las hamacas de mi plaza, eran grandes, de madera pesada, generalmente pintadas de verde y los caños de amarillo o tal vez eran rojos, ya no recuerdo. Debería de corroborar con mis amigas, pero lo más probable es que entremos en discusiones porque todas las recordamos de colores diferentes (efectivamente eso pasó... pero como es mi historia,  me gusta pensar que eran amarillas y verdes).
Luego de hamacarme un largo rato seguíamos el recorrido por la calle de la comisaría, luego Dorrego y finalmente casa. Pero nunca sin antes parar en el Kiosko de la esquina. Ese lugar siempre me ha parecido divertido y a la vez simpático,  primero porque su vendedora, Gladys, te atendía desde una pequeña ventana lo que hacía que todo sea más surrealista, medio cuerpo en la vereda y el torso, en este caso el mío, siempre colgando intentando meterme hacia adentro. Con 15 centavos mamá me compraba un alfajor y con un par de pesos más llevaba sus infaltables Derby suaves, en ese momento fumaba cortos, luego la exigencia de nicotina la llevaría, años más tarde, a fumar los mismos pero en su versión larga.
Después de eso llegábamos a casa. Siempre estaba alguna de mis hermanas merodeando por ahí para molestarme. Finalmente, el momento que más me encantaba, y el mismo que hoy recuerdo y casi que extraño, me sentaba en la mesa a mirar algún programa, seguramente era chiquititas, mientras sentía el ruido de la leña del hogar que se quemaba lentamente y me calentaba los cachetes cuartados por el frió. Junto a esta sensación de calor, podía ir sintiendo como el olor mágico de pan tostandose llegaba a mis fosas nasales. Esto me confirma que los sentidos son formas de recordar, los olores nos pueden llevar a rincones de nuestra niñez, a pequeños instantes de simpleza y felicidad.
El olor de las tostadas que mamá cortaba con suma delicadeza, era acompañado por el de un café con leche. Ya no he vuelto a saborear ese café, tal vez porque la intensidad de la leche de campo es distinta a la que consumo acá o tal vez porque el extraño líquido blanco que compró en un sachet es más agua que leche. De todas maneras, los días felices eran aquellos en los que papá estaba por la ciudad y aparecían los grandes bidones de leche junto a la manteca casera que tanto me gustaba, la misma que luego me enseñó hacer con él.

Hoy pienso que de eso a veces se trata la vida, de un olor, de un sabor y del amor de las personas que te abrazaban o te esperaban a la salida de la escuela. Hoy ya no hay tardes de café con leche y tostadas con dulce o manteca casera, en su defecto aparece alrededor de las cuatro sobre mi escritorio un expreso raro en un vaso de plástico que acompaño con alguna galleta de marca extraña. A pesar de la decepción que me genera por momentos el observar la merienda actual, sé que en algún lugar disparatado de mi hipotálamo tengo el recuerdo de intensas tardes de simple felicidad.


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